viernes, 26 de abril de 2013

Modos de decir y responsabilidad sobre lo dicho

En la época de la explosión de las tecnologías de la información y la comunicación, decir es una acción que se realiza casi de manera compulsiva. Poca reflexión hay acerca de lo dicho. Se dice tanto, se escribe tanto, que no queda tiempo para pensar profundamente acerca de lo que se escucha y de lo que se lee. Del mismo modo, poca reflexión hay acerca del modo de decir. Y con “modo” no me refiero a la corrección lingüística, al uso adecuado de las normas ortográficas, a la elección correcta del tipo discursivo, a la adecuación, en mayor o menor grado, respecto del contexto en que esa situación comunicativa va a desarrollarse. Es sobre qué ocupa nuestro decir, lo dicho. Decir algo a otro nunca es un acto inocente. Antes bien, la intención íntima del decir siempre persigue algún tipo de respuesta de otro: busca su aprobación, una reacción determinada, un permiso, una información. Decir tiene siempre una consecuencia. Tan compleja acción en la que involucro a otro no puede ser llevada a cabo sin una mínima reflexión porque ese otro, el que me escucha decir, tiene derecho a reaccionar frente a lo que digo: a aprobarme o desaprobarme, a otorgarme o no determinado permiso, a adherir a mi postura o a pedir razones frente a lo dicho. En tanto involucro a otro, el acto de decir exige responsabilidad, entendiendo este concepto como la capacidad de fundamentar mis acciones y dichos frente a los otros y, además, la disposición para hacerlo. Hablar, dialogar con otro es una práctica social y, como tal, debería tener presente en todo momento las consecuencias de su acción, tanto en el planteamiento que le da origen (¿para qué hablar cuando no tenemos nada que decir, ninguna intención con la emisión de esas palabras?) como en la necesaria reflexión continua que el proceso mismo exige. Decir siempre es intervenir en el pensamiento de otro, por eso lo dicho trasciende mis límites para intervenir, de manera positiva o negativa, en el otro, en su aquí y ahora y, tal vez, seguramente, en su futuro. ¿Somos concientes de esto? ¿De que nuestras palabras traen consecuencias, tejen redes o las destejen, aportan, soportan o derrumban otras palabras? ¿De que al enunciar, cuestionar, dialogar construimos para las generaciones que vienen? Y en este sentido, a veces, escuchar, guardar silencio, no hablar sin reflexionar, decir lo que es pertinente que sea dicho y no decir lo que no corresponde, por el solo hecho de "decir", es un acto de responsabilidad que muchos adultos estamos incumpliendo. Ser responsables de nuestros discursos y de nuestros silencios es algo que debemos ejercitar. La escuela no puede quedarse afuera de esta reflexión. Por el contrario, es el ámbito propicio para pensar estas cuestiones. No como institución transmisora de información o espacio de construcciones de conocimiento, sino a partir de su tarea pedagógica básica, la de contribuir con la educación moral y la formación de personas tiene un papel protagónico en la configuración de una responsabilidad discursiva. En el aula, los docentes tenemos la posibilidad de ayudar a reflexionar y transformar la capacidad discursivo-argumentativa originaria que todos y cada uno de nosotros posee en una competencia para plantear los problemas y buscar soluciones, a través de la implementación de discursos reales, que tengan una intención comunicativa genuina y respetuosa del otro, que inviten al diálogo y a la aceptación de las diferencias. Desde los primeros años escolares es necesario introducir y ejercitar el diálogo crítico-argumentativo, con todo lo que ello implica: cooperar en la búsqueda de la verdad en todo lo que uno hace y decide, así como comprometerse en la búsqueda de normas justas de convivencia como instancias clave para una configuración razonable de la vida personal y de la convivencia pública. Educar para el diálogo crítico, para la corresponsabilidad en la toma de decisiones y la acción solidaria implica enseñar a plantear los problemas y las aspiraciones individuales en el marco de una diálogo abierto al examen de todos los posibles implicados; implica enseñar a resolver los conflictos de forma tal que las posibles soluciones encuentren (o tengan la intención de encontrar) el consentimiento de los demás; implica, en fin, enseñar a tratar a los demás como personas con iguales derechos y obligaciones. Enseñar a que nuestro decir construya. Todo un desafío.

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